11 de septiembre de 1973
José Quiroga, MD | Versión mayo 1998
Ese día desperté como de costumbre temprano, y me dirigí al Hospital San Borja, eran las 7:15 a. m.
En el camino prendí la radio para escuchar las noticias y me enteré por primera vez que las Fuerzas Armadas se habían amotinado en preparación para un golpe militar y el presidente Salvador Allende se encontraba en el palacio de gobierno. En la medida en que avanzaba hacia el centro se podía observar una sensación de inquietud en el ambiente. Entré al hospital antes de las 8:00 a. m. y estacioné mi auto en el patio trasero. Me dirigí al Departamento de Medicina. Al llegar a la Unidad Coronaria la enfermera de turno me informó que alguien había llamado del palacio de Gobierno y me pedían que me dirigiera urgentemente a la Moneda.
A pesar de lo inquietante de las noticias no dudé un momento que debía de hacerlo de inmediato. Fui a conversar con el profesor Rojas Villegas, jefe del Departamento de Medicina para informarle que dadas las circunstancia abandonaría el servicio para ir al palacio de Gobierno. Él sabía que la mayoría de los médicos de la Moneda pertenecían a su departamento pues había estado directamente involucrado en el cuidado médico de Allende. En ese momento le entregué las llaves de mi auto y le pedí que se las diera a Mónica, mi esposa, si los eventos no me permitían regresar oportunamente.
Decidí irme caminando a la Moneda. La movilización colectiva era mínima y una enorme cantidad de personas trataban de abandonar apresuradamente el centro. La mayoría caminando o en sus autos. Los que caminábamos en sentido contrario éramos la minoría y probablemente cada uno con un diferente objetivo en mente. Durante todo el recorrido hasta llegar a Morandé 80 prácticamente no vi soldados con excepción del área cercana al ministerio de Defensa. En la plaza de la Libertad las tropas estaban en traje de campaña tipo camuflaje con un pañuelo en el cuello de color naranja, que los militares utilizan para identificarse entre ellos durante una batalla. Entre Ahumada y Morandé sólo encontré algunos carabineros. Nadie me detuvo, nadie me preguntó a dónde me dirigía, a pesar de las noticias.
Llegué al palacio de Gobierno aproximadamente a las 8:30 a. m. y golpeé las puertas de Morandé 80. Un carabinero que estaba de guardia abrió la pequeña ventana en la puerta y me preguntó quién era. Le indiqué que yo era uno de los médicos de la Moneda y de inmediato me dio entrada.
Me dirigí al policlínico de la Moneda que estaba cerca de la oficina del dentista. Lentamente empezaron a llegar los médicos que pudieron hacerlo. Recuerdo a Oscar Soto (Cacho), internista cardiólogo; Arturo Jirón, cirujano, que había sido ministro de Salud y que en ese momento ya se encontraban en el segundo piso; Hernán Ruiz Pulido ( Pollo) internista cardiólogo; Patricio Arroyo Pinochet (Pato) internista nefrólogo; Alejandro Cuevas (Pelao) anestesista; Patricio Guijón Klein (Pachi), cirujano; Danilo Bartulín, médico general que llegó con la Payita desde el Cañaveral; Jaime Puccio, dentista, hermano de Osvaldo Puccio, y yo, José Quiroga (Huaso), internista cardiólogo.
Había otros médicos en la Moneda en ese momento que estaban cumpliendo una función política, Eduardo Paredes (Coco), que era exdirector de la policía civil y Enrique París Roa, asesor del presidente en asuntos de educación, ciencia y tecnología. Jorge Klein era el otro médico que estaba visitando por razones de trabajo a Claudio Jimeno, sociólogo médico, que trabajaba en el ministerio de Interior.
La infraestructura médica, además de los médicos, incluía un pabellón de operaciones completamente equipado localizado en el primer piso de la Moneda, a cargo de los cirujanos y anestesistas del grupo; un policlínico y oficina dental, también en el palacio de Gobierno, y una unidad coronaria de una cama en Tomás Moro, a cargo de los internistas cardiólogos. Yo iba una vez a la semana a Tomás Moro a revisar que los equipos electrónicos estuvieran funcionando. También había equipos portátiles de resucitación en el vehículo del médico que acompañaba al presidente en todos sus movimientos.
Vi a Salvador Allende por primera vez esa mañana, cuando caminaba por el primer piso aparentemente revisando la defensa de la Moneda. Vestía una chaqueta de tweed gris con un sweater de cuello subido, un casco militar sobre su cabeza y cargaba una metralleta en su mano derecha. Sorprendía su serenidad, se le percibía en total control de la situación. Detrás caminaba Danilo Bartulín y delante, un miembro del GAP con una ametralladora que colgaba de su hombro. En el Patio de Invierno se encontró con el director general de Carabineros, José Sepúlveda Galindo, quien se veía pálido y profundamente consternado. Sepúlveda caminaba con el capitán ayudante, de apellido Muñoz, jefe de la guardia de Palacio, aún más pálido que Sepúlveda, con la boca apretada bajo el bigote y en su rostro reflejada una profunda preocupación. Allende se acercó a ellos. Rápidamente, un grupo de personas los rodearon.
Recuerdo claramente el corto diálogo que se produjo. El presidente Allende se dirigió a Sepúlveda y le dijo:
—General, lo relevo de su obligación de defender la Moneda.
—No se preocupe, presidente, cumpliré con mí deber de defenderla.
Esta fue la ultima vez que vi a Sepúlveda en la Moneda.
Alrededor de las 10:00 a. m. se nos informó que subiéramos al segundo piso al Salón Toesca. Allí llegaron la mayoría de las personas que aún estaban en la Moneda, entre ellas: Miriam Contreras (la Payita); Beatriz (embarazada) e Isabel Allende; Daniel Vergara; Alejandro Flores; Clodomiro Almeyda; Jaime y José Tohá; Fernando Flores; Arsenio Pupín, subsecretario de Gobierno; Enrique Huerta, intendente de Palacio; Augusto Olivares, director de TV Nacional; Jaime Barrios, ex vicepresidente del Banco Central; René Largo Farías, jefe de radio de la OIR; Carlos Jorquera y Frida Modack, periodistas; todos los médicos previamente nombrados, Juan Seoane jefe de la dotación de Investigaciones de la Moneda; varios detectives de investigaciones, y otros que no recuerdo o no conocía. Allí, el presidente se dirigió a todos nosotros. No recuerdo sus palabras con exactitud, pero se pueden parafrasear en varios conceptos básicos:
—Yo no me voy a rendir. Las mujeres y los hombres que no sepan usar armas deben irse. Pediré un alto al fuego y está será la última oportunidad para abandonar la Moneda. El quedarse es una decisión personal.
La decisión de ir y permanecer en la Moneda fue tomada temprano, pero las palabras del presidente invitaban a una segunda reflexión. Los médicos del grupo aceptamos libremente participar en su cuidado, en cualquier circunstancia, de manera que nuestra obligación era permanecer a su lado. Todos los médicos que lograron llegar decidieron quedarse.
En la medida en que transcurrían las horas, los carabineros desaparecían lentamente de sus posiciones. Nunca he podido saber si esa fue una orden dada por una autoridad superior o fue decisión personal de cada uno. Si esta última opción es la verdadera, significa que no había autoridad máxima de Carabineros en ese momento. Alrededor de las 10:30 a. m., al acercarme a la puerta de Morandé 80, vi el último carabinero que estaba aún de guardia en esa posición. Él me preguntó:
—¿Dónde están los otros carabineros?
—Aparentemente todos ya se han ido.
De inmediato tomó su decisión y apresuradamente abandonó el arma, su puesto de guardia y desapareció de mi vista en dirección al patio central de la Moneda, irónicamente llamado Patio de Honor.
He seguido la trayectoria de algunos de los personajes de la Moneda. Oficiales de Carabineros que conozco, algunos de ellos familiares, me informaron que el general Sepúlveda en algún momento abandonó la Moneda. Salió por la puerta sur del ministerio de Relaciones Exteriores y se refugió en el garaje subterráneo frente a esa puerta que era un garaje de las patrullas. Allí fue detenido y trasladado al casino de oficiales en donde quedó prisionero a la disposición de las nuevas autoridades de Carabineros.
La actitud de los carabineros contrastaba abiertamente con la de los funcionarios de investigaciones pertenecientes a la dotación de la Moneda, que permanecieron en sus puestos con su jefe Juan Seone. Contribuyeron a la defensa de la Moneda y posteriormente fueron detenidos junto a los otros miembros del GAP.
En un momento en la mañana, me encontré en el Patio de Invierno con dos de los edecanes militares del presidente que bajaban de una entrevista con él y se aprontaban a abandonar el palacio de Gobierno. Ellos también habían decidido mantener su lealtad con las Fuerzas Armadas sobre su obligación de permanecer al lado del presidente. El Almirante Jorge Grez, de la Marina y el Coronel Sergio Badiola, del Ejército, ambos con sendos portafolios, apuraban su paso en dirección del Patio de Honor. No recuerdo haber visto al comandante Roberto Sánchez, de la Fuerza Aérea, en ese momento.
Mi escenario mental acerca del futuro inmediato era el de un ataque por las Fuerzas Armadas con cañones y bazucas, y un asalto con tropas de infantería, con una defensa pieza por pieza del área de la presidencia dentro del palacio de Gobierno. Las posibilidades de escapar con vida en estas circunstancias serían mínimas. Los militares dispararían contra cualquier cosa que se moviera. La mayoría de los médicos no teníamos entrenamiento militar, yo ni siquiera había hecho el servicio militar. Nuestra identidad como médicos era la única defensa posible, sin saber a ciencia cierta en que se basaba esta creencia. Durante los siete años de escuela de Medicina, nunca se nos enseñó acerca de ética médica, ni servicios médicos en tiempos de guerra, ni Convención de Ginebra. Finalmente, varios de nosotros, posiblemente con la misma idea en la cabeza, nos colocamos nuestros delantales blancos con una gran cruz roja, apresuradamente pintada en nuestras espaldas con un plumón de tinta roja.
Es difícil precisar exactamente el momento en que empezó la batalla por la toma de la Moneda de parte de las Fuerzas Armadas. Ráfagas de ametralladoras y disparos se escucharon desde muy temprano. Aparentemente, él ejercito ubicó varios tanques alrededor de la Moneda, y a eso de la 10:00 o 10:30 de la mañana empezaron a disparar sus cañones. Desde ese momento, las ráfagas de ametralladoras pesadas se intensificaron y nunca más pararon de escucharse. Lentamente, las fuerzas militares se empezaron a aproximar a la Moneda. Los tanques tomaron posiciones estratégicas y los soldados se guarecían detrás de ellos. La batalla se intensificó minuto a minuto. Los disparos contra del edificio se multiplicaron, y se oía el ruido ensordecedor de balas rebotando o penetrando a través de las ventanas mientras los vidrios rotos caían sobre el suelo. Para desplazarnos de un lugar a otro, en los lugares accesibles para las balas externas, debíamos arrastrarnos.
El GAP se encontraba ubicado en lugares estratégicos contestando el fuego, de acuerdo con un plan de defensa de la Moneda. Parte del personal médico, como Soto, Jión y Bartulín, estaba en el segundo piso, en donde permaneció el presidente. Los demás nos encontrábamos en el primer piso. Tomamos como refugio un pequeño cuarto en un subterráneo, que se usaba como bodega de material para las oficinas. Estuvimos allí la Payita; otra mujer que era secretaria y cuyo nombre nunca supe; Hernán Ruiz; Patricio Guijón; Patricio Arroyo y otros.
Ahí encontramos una radio pequeña y podíamos escuchar lo que sucedía afuera. Los bandos militares anunciaban que se había dado un ultimátum a Salvador Allende para su rendición. En caso contrario los Hawker Hunters de la Fuerza Aérea bombardearían la Moneda aproximadamente las 11:00 a. m. En aquel lugar estábamos bien protegidos, si consideramos que en el caso de un bombardeo, probablemente los rockets harían impacto en la fachada sur o norte, y a nivel de la línea media del edificio. Nosotros nos encontrábamos en el costado oriente, paralelo a la calle Morandé con pocas probabilidades de un impacto directo sobre nuestras cabezas. Por razones desconocidas el bombardeo no se producía y los minutos pasaban lentamente en espera de este evento que era absolutamente desconocido como experiencia para todos. Nadie sabía qué hacer. La única posibilidad era permanecer en este lugar que parecía un buen refugio.
Minutos antes del mediodía se escuchó el impacto del primer cohete, aparentemente en la fachada norte del edificio, en el área de la entrada principal por la calle Moneda y oficinas de la presidencia y la subsecretaría del Interior. Posteriormente, se oyeron otros impactos seguidos, los que recuerdo lejanos y mucho menos dramáticos de lo que esperábamos, debido a que ocurrieron en una línea media norte sur del edificio, y nosotros nos encontrábamos en un costado, separados por varias filas de habitaciones que aminoraron el ruido y la onda expansiva. Tras las explosiones, el palacio de Gobierno se empezó a incendiar. Empezando por las oficinas de la presidencia, localizadas en el segundo piso de la calle Moneda. Las llamas y un espeso humo se extendió rápidamente a través de las oficinas de los edecanes, del presidente, de la secretaría privada del presidente y del personal del GAP, mientras amenazaba con expandirse al área de la puerta de acceso por Morandé 80.
El fuego de las ametralladoras aumentó en intensidad después del bombardeo. En un momento determinado, bombas de gases empezaron a ser disparadas al interior del edificio a través de las ventanas destruidas. La luz eléctrica se cortó. Los gases tóxicos se esparcieron rápidamente. Después, con el incendio, el humo también se esparció por los oscuros corredores. El aire era irrespirable. Cada uno de nosotros estaba usando una mascara antigás que cubría la nariz y la boca, pero el resto de la cara estaba descubierta y la piel ardía intensamente por la irritación producida por la alta concentración de gases y humo ambientales. Muchas veces tuvimos que mojarnos la cara para aliviar el terrible ardor.
Recorriendo parte del primer piso en busca de algún lugar más seguro en caso de un asalto por las tropas del Ejército, entré a uno de los cuartos del primer piso, por el costado de calle Morandé (no recuerdo bien la arquitectura del primer piso para ubicarlo exactamente) y encontré a Augusto Olivares (el perro Olivares ) sentado en una silla, con su cabeza flectada sobre el pecho. Me acerqué y puede observar una herida de bala en su sien; estaba inconsciente, pero aún con vida y sujetaba una pistola en su mano. Lo coloqué sobre el suelo para poder extender mejor su cabeza y mejorar su respiración. Evidentemente estaba en coma debido a la herida y requería tratamiento intensivo en una unidad de neurocirugía. En estas circunstancias no había posibilidades. Subí rápidamente al segundo piso y di cuenta (no recuerdo a quién) que el perro Olivares se había suicidado y que se le comunicara la noticia al presidente. Inmediatamente varias personas bajaron.
Recuerdo claramente un episodio que nunca he podido entender claramente (tal vez porque nunca hemos tenido la oportunidad de conversar entre nosotros). En un momento aquellos que estábamos en el primer piso recibimos la orden de dirigirnos a la puerta de Morandé 80. Se nos dijo que la puerta se abriría y Allende con todos nosotros debíamos correr a refugiarnos al garaje del ministerio de Obras Públicas que se encuentra enfrente de la puerta de Morandé 80. Nos aproximamos a la puerta, muchos ya se encontraban allí. No vi al presidente. Posteriormente, alguien dio la orden de volver a las posiciones originales. Evidentemente que este movimiento habría sido una locura. Las balas resonaban en la calle, entre aquellos que defendían la Moneda, los francotiradores de los edificios altos disparando a los soldados, y los militares disparando hacia la Moneda y a los francotiradores.
Algún tiempo después del bombardeo y del incendio nos pidieron que nos concentráramos en el corredor del segundo piso, que corre entre la escalera a Morandé 80 y un comedor y cocina al final. Nos informaron que el presidente había decidido rendirse. En ese lugar se había congregado ya un grupo numeroso de personas. Cuando alcanzamos el segundo piso, la mayoría de los médicos estábamos al final del corredor. En algún momento, alguien pidió algo blanco que sirviera de bandera de rendición. Recuerdo que me dirigí al comedor que estaba al final del corredor y tomé un mantel blanco que cubría una mesa y lo pasé hacia adelante, donde al parecer se preparaba la bandera de rendición. En algún momento la puerta se abrió y se inició la evacuación del edificio. Algunos médicos, además de Enrique Huerta, Arsenio Poupin y otros nos encontrábamos al final y podíamos notar cómo lentamente las personas empezaron a moverse en dirección a la escalera de acceso a Morandé 80.
Entonces vimos que el presidente Allende caminaba lentamente, tranquilo, hacia nosotros, contrario al movimiento de los demás. Recuerdo que en ese momento nos encontrábamos frente a la puerta del Salón de la Independencia Hernán Ruiz Pulido; Patricio Guijón; Arturo Jirón; Enrique Huerta, intendente de palacio; probablemente Arsenio Poupin, yo y otros que no recuerdo o no vi.
Allende abrió la puerta, entró solo al salón y la cerró tras de sí. Después de unos segundos, probablemente todos nos preguntamos al mismo tiempo: “Qué está haciendo el presidente solo en el salón?”. Alguien del grupo abrió la puerta de par en par y en la oscuridad del ambiente, a través del humo y de los gases, pude ver sin ninguna duda la silueta de Salvador Allende sentado en un sillón, solo, con su cara hacia la puerta de acceso. Antes de que ninguno de nosotros pudiera reaccionar, o entrar al salón, su rostro, cuyos rasgos me permitían reconocerlo claramente, se borraron y luego desapareció de mi vista. Todos los que estábamos frente a la puerta pudimos observar lo mismo, seguramente cada uno de los testigos describirá el hecho con ciertas diferencias. Pero en ese momento —a pesar de que no recuerdo haber escuchado un disparo entre el ruido de las balas que por muchas horas no cesaban de martillar nuestros oídos—, todos pudimos comprender de inmediato su significado. Todos sentimos en ese instante un tremendo y profundo dolor en nuestro pecho. Enrique Huerta o Arsenio Poupin, dio un grito que se continuó con un incontenible llanto mientras el resto trataba de calmarlo. Otros sollozaban. Aquellos que no pudimos llorar en ese momento, como expresión de un profundo pesar, lo estamos haciendo ahora al escribir estas memorias, como una demostración tardía de un proceso de duelo que inevitablemente tenía que ocurrir.
Después de escasos minutos, la realidad de la situación nos obligó a reaccionar. Los militares estaban subiendo por las escaleras al segundo piso. La mayoría del grupo avanzaba hacia la salida, y cada uno de nosotros decidió hacer lo mismo. Mientras descendíamos por las escaleras hacia la calle Morandé, los militares, con sus ametralladoras en la mano, granadas y caras pintadas subían apurados, deplazándonos a un pequeño margen de la escalera. Mientras los defensores de la democracia bajaban hacia un futuro incierto, los militares subían apresurados tras el poder de la democracia que ostenta el presidente, con la esperanza de detenerlo y despojarlo de su fuero constitucional.
El grupo médico y otros fuimos los últimos en alcanzar la calle. Al llegar a la puerta, los soldados estaban esperándonos y violentamente nos obligaron a levantar nuestros brazos sobre la cabeza. Inicialmente nos empujaron con sus armas y nos obligaron a permanecer de pie sobre la vereda, mirando hacia la muralla. En ese momento, el grupo ocupaba varios metros desde la puerta en dirección a la Alameda. En un momento, giré en 90 grados en dirección hacia la calle Moneda, para ver lo que sucedía, y pude observar una o dos personas encuclilladas cerca del edificio de la Intendencia de Santiago tomando fotos y filmando. Mis observaciones terminaron cuando escuché una grosería, y sentí un fuerte culatazo en mi costado derecho, tras una orden de cambiar de posición. El intenso dolor se agudizaba al respirar y se prolongó por más de un mes debido a la fractura de dos costillas.
Nos obligaron a tirarnos boca abajo sobre la calle con la cabeza hacia el oriente, los pies hacia la vereda y los brazos sobre nuestras cabezas. Cuando estábamos en esta posición un tanque del ejercito avanzó por las calle Morandé, desde la Alameda en dirección nuestra, amenazando pasar sobre todos nosotros, pero se detuvo a escasos metros de nuestra fila. El tanque permaneció estacionado acelerando el motor intermitentemente en forma amenazadora. A nuestras espaldas, un grupo de soldados parados en la vereda, nos amenazaban con sus fusiles.
A pesar que la Moneda se había rendido, la batalla entre francotiradores, defensores del Gobierno, y militares continuaba con igual intensidad en todo el centro de la ciudad. El ruido de las balas de rifles automáticos y ametralladoras era continuo. Yo me había sentido mas seguro dentro de la Moneda, protegido por esas antiguas y gruesas murallas, que tirado sobre la vereda sin ninguna protección. Los minutos, horas, pasaban lentamente. El incendio del palacio de gobierno continuaba y varias compañías de bomberos empezaron a llegar. Varias ambulancias también aparecieron, algunas con la inscripción del Hospital Militar y otras de la Asistencia Pública. Los soldados, los bomberos, las mangueras que se cruzaban y el agua que mojaba, empezó a cambiar la fisonomía de las calles Moneda y Morandé.
En ese momento éramos prisioneros de los militares y nadie podía predecir nuestro futuro, pero por el trato recibido hasta ese momento, era evidente que no habría ninguna consideración especial, dada nuestra condición de prisioneros y de desarmados. Yo me encontraba tirado en el suelo, cerca de la puerta, entre dos combatientes del GAP. Fue entonces que alguien empezó a correr su nombre al compañero que lo seguía y así sucesivamente. El compañero a mi izquierda me dio su nombre con voz temblorosa y yo di el mío al siguiente. Después de algunos años su nombre se borró de mi memoria.
En algún momento, mientras estábamos aún en el suelo apareció la figura inconfundible de Jaime Puccio, dentista de la Moneda, dentista del Ejército y hermano de Osvaldo, que había abandonado la Moneda antes del bombardeo, en un impecable uniforme militar con su presilla de color escarlata del servicio de sanidad del Ejército en la solapa. A pesar que todos los demás se encontraban en uniforme de campaña, le reconocieron su grado de capitán y le permitieron acercarse a nosotros. Lo recuerdo claramente parado enfrente a nosotros, agachándose y golpeando nuestros hombros preguntó: “¿Saben dónde está mi hermano?”, y lentamente avanzó haciendo la misma pregunta al resto de la fila en dirección hacia la Alameda.
Cuando se acercaba hacia el final de la corrida de compañeros, alguien de ese extremo le dijo a Miriam Contreras “La Payita”:
—¡Grita, simula que estás enferma, simula un ataque histérico!
La Payita empezó a quejarse y Puccio se acercó a ella y les ordenó a los soldados:
—¡Esta persona está enferma, trasládenla de inmediato al hospital!
Los soldados obedecieron y colocaron a la Payita en una ambulancia que se dirigió apresuradamente en lugar del Hospital Militar a la Posta Central. Otro miembro del GAP empezó a quejarse y Jaime ordenó también su traslado al Hospital. Ellos fueron las únicas dos personas que lograron escapar del grupo de prisioneros gracias a la intervención de Jaime.
Fue entonces que el general Javier Palacios, quien estuvo a cargo de la toma de la Moneda, el doctor Patricio Guijón y un grupo de militares salieron de la Moneda a la calle por Morandé 80 y se dirigieron hacia nosotros. Se pidió que todos los médicos del presidente se identificaran y nos pidieron que nos levantáramos y bajáramos las manos. El general Palacios tenía un pañuelo blanco cubriendo el dorso de su mano izquierda (estoy casi seguro que fue la izquierda) amarrado sobre su palma. El trato cambió súbitamente y durante largos minutos el general Palacios nos habló de la condenable conducta de Salvador Allende de defender la Moneda obligándolos a ellos, los militares, y a él como general encargado de la toma de la Moneda “a destruir esta reliquia nacional de arquitectura colonial, que era el Palacio de Gobierno.”
Luego el general se dirigió a mí, y me pidió que le curara la herida de la mano. Me acerqué a uno de los bomberos y le pedí un botiquín de urgencia de alguno de los carros bomba. Desamarré el pañuelo que cubría su mano y se lo entregué al capitán ayudante, que después de muchos años supe que era Armando Fenández Larios, quien estuvo implicado en el asesinato de Orlando Letelier en Washington. Al descubrir su mano pude observar unas heridas muy pequeñas y superficiales. Las limpié con agua oxigenada, luego apliqué yodo alrededor y las cubrí con una gasa que fijé con tela adhesiva.
Las horas avanzaban lentamente. Serian alrededor de las 6:00 p. m. cuando el general Palacios nos informó que quedaríamos en libertad y que podríamos retirarnos, pero previamente cada uno de nosotros debería entregar su carnet de identidad. Un soldado se acercó con un pañuelo extendido y tiramos los documentos en este improvisado contenedor. Luego se nos comunicó que estamos en libertad y que podíamos irnos. En ese momento pudimos observar que estaban llegando varios furgones cerrados que se fueron a estacionar en la vereda del frente. Posteriormente se supo que estos vehículos se ocuparon para trasladar al resto de prisioneros de la Moneda al regimiento Tacna.
En la mañana se había declarado estado de sitio en todo el país y el toque de queda para la ciudad de Santiago a partir de tempranas horas de la tarde, es decir que los militares podían disparar contra cualquier individuo que transitara por las calles. Sin documentos y con esta situación de guerra, las posibilidades de movilizarse para buscar un refugio adecuado eran mínimas y todas muy peligrosas. Rápidamente decidimos que la mejor alternativa era caminar hacia el Hospital San Borja, ubicado en la Alameda frente al edificio de la UNCTAD, aproximadamente a 10 cuadras de distancia de donde nos encontrábamos. Patricio Guijón quedó detenido y fue trasladado al ministerio de Defensa.
Algunos de nosotros todavía conservábamos nuestro delantal blanco y empezamos a caminar lentamente, tomando todo tipo de precauciones, en dirección del hospital, usando la acera norte de la Alameda. Lo más peligroso sería cruzar el sector del cerro Santa Lucía, en donde no existen edificios de protección. Afortunadamente para nosotros, La Alameda estaba prácticamente desolada No recuerdo habernos cruzado con ninguna patrulla militar. En ese momento los militares estaban aún muy desorganizados en el sentido de patrullar las calles. Todo el mundo, después de tantas horas de marchas, música monótona, bandos miltares y anuncios, decidieron con toda razón permanecer en sus casas y no aventurarse por las inciertas calles de Santiago.
Al llegar frente al hospital cruzamos rápidamente la calle y nos refugiamos allí. Algunos colegas que estaban de turno fueron los primeros en saber que Salvador Allende había muerto. Recuerdo que algunos que vivían muy cerca en departamentos en el área de Portugal, como Danilo Bartulín, decidieron buscar refugio en sus casas. El resto decidió permanecer ahí hasta el día siguiente.
Yo vivía en Providencia casi esquina de Seminario, en un departamento en el cuarto piso. En un acto totalmente impulsivo e irracional, mirado con la perspectiva del tiempo, decidí caminar hacia mi casa pensando que Mónica no sabia nada de mí desde temprano. A pesar de que nunca llamé por teléfono durante todas estas horas seguramente ella tendría que sospechar que me encontraba en la Moneda.
Cuando salí del Hospital era de noche, caía una llovizna liviana, el ruido de las ametralladoras se escuchaba lejano, pero súbitamente amenzadoramente cerca; algunos incendios se podían divisar a la distacia en dirección del centro. Avancé lentamente por la vereda sur en dirección al oriente, crucé Vicuña Mackenna, caminé frente al restaurante Oriente para evitar cruzar abiertamente la redonda Plaza Italia que aparecía mucho más iluminada al centro que en la periferia. Apenas llegué a la esquina de Providencia caminé rápidamente hasta llegar a las puertas del edificio de departamentos donde vivía. Afortunadamente nadie se cruzó en mi camino.
Escuché las noticias por radio por algunos minutos. En uno de los bandos se nombraban a las cien personas más buscadas y se les pedía que se rindieran a las fuerzas militares. Entre ellos los doctores Oscar Soto y Danilo Bartulín. Lentamente, después de todas estas horas de constante estado de alerta, un profundo cansancio empezó a invadir mi cuerpo. Me acosté y me dormí profundamente hasta el día siguiente.
El 11 de Sptiembre de 1973 fue la última vez que nos encontramos juntos la mayoría los médicos de Allende. Desde ese momento cada uno de nosotros partió con diferentes rumbos y nunca nos hemos vuelto a reunir. Nunca nos pusimos de acuerdo, pero todos, individualmente, decidimos mantener silencio acerca de la muerte de Salvador Allende. El hablar era apoyar el argumento de las Fuerzas Armadas y lo más importante en ese momento era mantener el espíritu, la imagen de Allende, el presidente que murió defendiendo la democracia, el poder constitucional derivado del voto popular y el derecho adquirido de los trabajadores.
Han pasado 25 años desde su muerte. A pesar de que Chile aún se encuentra en transición hacia una democracia verdadera, porque aún esta vigente una Constitución derivada de la dictadura, un Pinochet como senador vitalicio, y una mayoría opositora en el Senado sustentada por un grupo de Senadores designados por la dictadura, los chilenos tienen el derecho a conocer lo que sucedió en la Moneda el 11 de Septiembre de 1973. Después de 25 años, este relato agregado al testimonio de otros sobrevivientes de este episodio, servirá para redactar un capítulo colectivo, histórico, del ultimo dia de Salvador Allende.
Impresiones más significativas
La defensa de la Moneda fue un ritual simbólico. El presidente democráticamente elegido sacrificó su vida en defensa de la democracia, y los derechos del pueblo. Un grupo pequeño pobremente armado, enfrentó al Ejército, la Marina, la Aviación, y Carabineros juntos y resistió heroicamente por 4 o 5 horas. El grupo se rindió por orden expresa del presidente Allende, quien deseó evitar el sacrificio de aquellos que lo acompañaron hasta el último instante. Probablemente él pensó que las vidas de los defensores de la Moneda, que abandonaron sus armas, convertidos en prisioneros de guerra, estarían protegidas por los tratados internacionales. Fue el pensamiento de un humanista, un demócrata.
El general Palacios respetó el espíritu de los tratados internacionales, dio libertad a los médicos y envió detenidos a las autoridades máximas. Los demás murieron asesinados en las manos de los amotinados que no respetaron principios humanitarios básicos y ni siquiera han tenido la valentía de reconocer que lo hicieron, ni de entregar los cuerpos de las víctimas para consuelo de sus familiares.
La brusca transición de democracia a dictadura
Llegamos a la Moneda temprano en la mañana, en un momento de crisis pero en democracia, dejamos la Moneda detenidos y en dictadura. Todo sucedió en un lapso de cinco a seis horas.
Inicialmente, el presidente estaba rodeado por algunos, médicos, amigos, ministros, colaboradores más cercanos, edecanes militares, periodistas, y funcionares del palacio de Gobierno. La defensa de la Moneda era una responsabilidad del GAP, Carabineros, e Investigaciones. No puedo calcular cuántas personas se encontraban en ese momento pero eran bastantes. En la medida en que la crisis se agudizaba y ante la evidencia de una confrontación inminente, esta muchedumbre se transformó lentamente en un grupo pequeño.
Al final unos pocos ministros y amigos, sus médicos, el GAP y la dotación de investigaciones permanecieron leales para la defensa final. Muchos se fueron, otros nunca llegaron. Así se escribe la historia.